Guatemala, septiembre 15 de 2010. Alguien dijo de la injusta distribución de la riqueza en el planeta: del otro lado del mundo el hambre mata, mientras de este lado la gente muere de mucho comer. Sin embargo, esta generalización resulta imprecisa.
En esta región del globo se ensancha permanentemente una brecha social –de enormes proporciones– entre los que tienen mucho y quienes sufren mayor escasez.
Una parte de la sociedad cambió el viejo conflicto entre necesidades básicas y su satisfacción, por la tirantez entre el deseo de lo superfluo y su tenencia efectiva. En este escenario, algunos logran colmar sus antojos por su capacidad adquisitiva; pero muchos, con posibilidades por debajo de sus aspiraciones, nunca satisfacen sus necesidades más elementales.
De siempre, los Gobiernos han observado un comportamiento pendular: procurando el equilibrio y ascenso social mediante agresivas políticas públicas, o abandonando la pobreza. Antes la desatención solamente generaba más miseria y el incremento de delitos contra la propiedad. El Estado no tenía competidor al frente, de modo que la indigencia solo inquietó a los Gobiernos cuando produjo revueltas o revoluciones.
En todos los países hay lugares olvidados, donde se nace y se muere sin oportunidades de desarrollo personal ni de movilidad social. Pero también en lugares centrales, la indiferencia estatal hacia ciertos sectores es causa del trabajo informal, caracterizado por salarios inferiores al mínimo de ley, insuficientes para cubrir las necesidades básicas y, obvio, para alcanzar lo superfluo.
Crimen organizado. Pero hoy el Estado sí tiene competidor: el crimen organizado. En cuanto el Gobierno abandona espacios donde debió hacer inversión social, esos espacios son ocupados por las redes criminales; aparece el seductor dinero informal proveniente de las actividades delictivas, recluta a la población y acaba con la desesperanza, eleva el nivel de vida y permite el acceso a lo superfluo. Así se pierde el territorio porque los lugareños legitiman a sus benefactores y no al Estado. De igual modo, cuando la despreocupación oficial permite el pago de salarios por debajo del mínimo de ley, permite la tentación del dinero informal en los lugares centrales del país. Poco a poco, se pierde el control, se imponen la corrupción e inseguridad ciudadana y se avanza hacia la política informal.
Esta tiene dos fuentes: (i) determinados grupos como organizaciones de empresarios o sindicatos, así como asociaciones o barrios, ante la inoperancia estatal toman y ejecutan decisiones legalmente atribuidas a instituciones formales; y (ii) la corrupción hace que funcionarios públicos deshonestos subordinen su trabajo a las decisiones del crimen organizado. Estos centros de poder informal, extra-constitucionales y extra-legales, contradicen o neutralizan o corrompen las decisiones institucionales.
La política informal –o lo que algunos denominan “los poderes fácticos”– es el detonante de la ingobernabilidad, pero esta podría ser el indicador de la toma del Estado por el crimen organizado.
Pasar del Estado de derecho al Estado criminal tiene sus ingredientes: trabajo informal, dinero informal y política informal. Evitar ese paso, sin dejar de lado la política de persecución penal, comienza por la recuperación de espacios y el cumplimiento en el pago de los salarios mínimos. A más necesidades sociales en descubierto, mayores oportunidades para las organizaciones criminales.